domingo, 3 de agosto de 2008

Ventanas

Cómo son vuestras ventanas? Cuelgan de un acantilado o se encajan en callejones estrechos? Qué se oye detrás de los cristales? Al abrirlas, huele a fábrica de café, a mar, a carburante? Es fundamental conocer su naturaleza, porque estamos íntimamente unidos al paisaje que nos rodea. No podemos evitar que nos influya siempre, que deje impronta en nuestra personalidad y en nuestro comportamiento. Nos asomamos a él a través de las ventanas durante años, hasta que por circunstancias de la vida nos vemos obligados a mudarnos de escenario.

Ocho veces he cambiado de paisaje. Me duele haber olvidado los mejores.
Del anterior recuerdo un árbol, ramas que rozaban mi ventana. Un invierno vi que aún conservaba bayas rojas que las urracas picoteaban entre la nieve.

Antes hubo otro, del que he perdido lo importante: los detalles. Sé que había una iglesia a lo lejos. En la vecindad, una fila de abedules, que me hacían entristecer en otoño, cuando el viento los deshojaba. Recuerdo por último a una mujer vieja en el edificio contiguo, a quien envidiaba cada mañana y de quien sentía lástima cada noche.

Y una vez fue un muro de ladrillo mi paisaje.

Mi actual ventana es de vértigo. No se puede mirar hacia abajo sin tener la agradable tentación de dejarse caer por ella.
A un lado puede verse un tupido bosque de árboles y tejados, sobre los que destaca el campanario de una modesta catedral. La armonía de los colores y el orden de las edificaciones son perfectos. Pero nadie parece apreciarlo salvo yo mismo, porque sus aceras y sus ventanas suelen estar desiertas. Al otro lado se extiende un polígono industrial, con chimeneas y naves alargadas de ladrillo que lindan con un anillo de autopista por el norte, y al sur, con un lago que quisiera ser azul. Algún atardecer me ha sorprendido sin embargo, ver la esfera amarilla de la luna proyectando una estela ancha y dorada sobre sus aguas.

La otra noche me asomé a la ventana buscando rastros de vida en mi ciudad fantasma.
Miraba distraídamente las amplias ventanas de la torre vecina. Algunas vacías. En otras, el drama de la soledad y el aburrimiento de las personas en sus cuasinichos se podía leer en sus posturas anodinas, en sus movimientos cansados.
Así iba yo posando los ojos, como dije, distraídamente, de abajo a arriba, en cada oquedad de lo que parecía una altiva colmena, hasta que di con la ventana más alta, justo frente a mí, desde la que un rostro enorme, que la ocupaba por completo, me observaba.
Sentí un latigazo violento en el corazón. Una bola de fuego prendió en todas sus cavidades. Supe que ya no bombeaba sangre sino lava a mis tejidos, sumergiéndolos en dolorosa parálisis.
Si la terrible cabeza tuviera cuerpo, éste ocuparía al menos siete pisos, y podía imaginar cómo si lo estirase, sería capaz de desmembrar todo el edificio.
Entonces me fijé en el resto de las ventanas, donde parecían moverse seres diminutos, seguramente ajenos a la descomunal presencia.
El rostro tenía rasgos suaves y no habría causado temor si no fuera por su tamaño. No tenía sexo, tal vez debido a su juventud. A la luz verdosa y parpadeante de la habitación que lo contenía, brillaban hermosos mechones de pelo sobre su frente y el flanco de sus mejillas.
Nos miramos largamente...Sus ojos, poderosos, hipnóticos, se movían con levedad, siempre en mi dirección. Yo lo veía como a través del aire ardiente y ondulante de un desierto...Sabía que si me llevara consigo al infierno, no protestaría.
De pronto cedió la parálisis. Pude retroceder y refugiarme en la sombra. El rostro seguía ahí, impasible.
Nunca antes había reparado en él, y después de aquel encuentro no he vuelto a ver luz en su ventana, pero tengo la certeza de que todas las noches vela mi sueño. O lo espía. O lo envenena.